Saber Cine

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lunes, 13 de marzo de 2017

The woman who left, de Lav Diaz.

La más reciente película de Lav Diaz se presentó en el Festival de cine de Venecia y se alzó con el premio mayor: el león de oro. A Colombia, de manera casi milagrosa, llegó a las salas en el marco de la versión 57 del Festival internacional de cine de Cartagena.


Esta película sigue tratando aquello que ha motivado a Diaz a armar su precisa filmografía: parece que presenciamos las historias de atroces crímenes sin enfrentarnos nunca a ellos. Diaz nos lleva con mucha paciencia frente a la continua lucha de los hombres con las instituciones (que bien pueden ser otros hombres) que representan el poder.

Con alrededor de 4 horas de duración, Diaz nos confronta de nuevo a la realidad de su país, que en su lente sigue aún fracturada y llena de abismos entre sus habitantes, donde parece ser que el vínculo fundamental entre ellos es el odio (visible o reprimido). De la mano se nos lleva a la vida de una mujer que fue violentamente parada y atrofiada al ser condenada por un asesinato que nunca cometió. Llegamos casi en el momento donde se le es anunciado a la mujer del título que será liberada después de 30 años de cárcel. Parece que desde ese instante la mujer está fraguando su venganza a quien le arrebató esos 30 años: su exnovio. Es, claro, una vuelta de tuerca al relato de la venganza. Donde nunca los personajes que pueblan el mundo de Diaz son convertidos en deplorables bestias consumidas por unos sentimientos que exterminan.

Se conforma entonces la película como una lucha constante contra quienes tienen poder económico y poder político. Con una dosis de calma, la película se concentra casi que en hacer un retrato de personajes a la deriva, desviados de un sistema, que huyen como pueden de la represión y de aquellas cicatrices que les ha dejado el clima político y de poder.

La película vuelve a mostrar esa entrañable habilidad de su director para mostrar las coyunturas políticas que perforan su país a través de una historia que podría sonar como un truculento drama, que Diaz anula para adentrarse a la germinación del odio y del abismo que se apodera entre las distintas realidades de los filipinos (que hay que leerse, claro, no como un único problema de Filipinas).  

Diaz elimina los movimientos de cámara, suprime los primeros planos (nunca en la película tenemos “permiso” a cierta intimidad de los personajes, todo es examinado desde la distancia que pone en la superficie las preguntas y que, a su vez, deja escapar las emociones), desiste de excesivos recursos y se concentra en todo aquello que rodea a sus personajes.



En la segunda parte de la película, que llega con la inclusión de un nuevo y entrañable personaje, el corazón de la protagonista se pone entre la espada y la pared y la venganza que motiva el relato empieza a disiparse sin perder la metódica planeación de la mujer protagonista, que entiende que un buen cálculo le permitirá tener en cuenta todo aquello que podría salir mal.  El nuevo personaje, Holanda, llega para nutrir de otros matices la película y, entre secuencias musicales, de diálogos profundos y de revelaciones poderosas, encontrar una proximidad a las emociones que más nos unen como humanos.


La película de Diaz está llena de detalles que difícilmente puedan digerirse al mismo tiempo, su decantada construcción arma un poderoso mundo que examina con rigor de cirujano unas tensiones y un cosmos que tienden hacia el vacío y la eliminación del otro.

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