Saber Cine

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jueves, 19 de enero de 2017

Marguerite et Julien, de Valérie Donzelli.

Marguerite et Julien, de Valérie Donzelli.


Siempre se agradece cuando al cine llegan majestuosas narraciones que, con elegancia y belleza, desembocan en un retrato pasional que nos pone frente a las raíces de un amor puro, ciego e inmaculado. Esta vez nos encontramos con un amor prohibido, impuro para los ojos de la sociedad, un amor condenado.




Marguerite et Julien nace bajo un primer guion de Jean Grualt (reconocido guionista francés que trabajó en distintas obras maestras: Jules et Jim, L’Enfant Sauvage, Les deux Anglais et le continent, Mon oncle d’Amerique, entre otras más) que a su vez está basado en  la historia real de Marguerite y Julien de Ravale, condenados a muerte en 1603 por cargos de incesto y adulterio.
La película iba a ser originalmente dirigida por François Truffaut pero el destino le tenía preparado otro final.


El guion de Grualt tiene una reescritura de Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm (protagonista del filme) y el resultado es un valiente, pudoroso, paciente y majestuoso largometraje que recoge el estilo de las mejores películas del cine francés que se han dedicado a explorar ese misterioso camino de las relaciones de pareja: maravillosas secuencias epistolares; elegancia para filmar y para encontrar esos detalles que revelan más que mil líneas de diálogo; la particular narración en off (que aquí encuentra una vía diegética); personajes entrañables con actuaciones sin tacha (palabras sobran para elogiar el majestuoso trabajo de Anaïs Demoustier); miradas profundas que parecen recorrer toda el alma humana y, sobre todo, amor.

Anaïs Demoustier da vida a Marguerite



Marguerite y Julien, dos pequeños aristócratas y jóvenes hermanos, cuyo amor recíproco es firme, no conoce duda y es apasionado (así como ilegal) tratan de sondear la marea de la mala suerte para completar la dicha de estar el uno con el otro. Físicamente destrozados por los arreglos de distintos internados y luego por un matrimonio arreglado, los jóvenes amantes parecen nunca agotar la energía que les permite ir, con todas sus fuerzas, por el amor que tanto desean.

En estos términos, la película puede pintarse de transgresora y, en cierto sentido, lo es. El film se vale de su narración para también arreglarse la manera de presentar un sólido discurso formal que acompañe el ciego cariño que se profesan los amantes. En la lente de Donzelli el amor pareciera ser un límite que pone a los amantes siempre al borde del abismo para ver qué tan cerca del precipicio pueden estar sin caer. Marguerite y Julien, a pesar de las dudas, están dispuestos a todo. La vida, sin embargo, los ha marcado desde el inicio: a sus condenas no tienen escape. Los cuerpos son la materia prima de esa inagotable pasión que desemboca en un cristalino amor que no conoce otra cosa que la profunda entrega al otro.


Valérie Donzelli aprendió muy bien la lección de los grandes maestros: la película recoge esa inmortal aura de las películas de Truffaut; se recuerda también a Los Amantes, de Louis Malle (que ahonda, como acá, cierta visión del arrepentimiento sobre lo prohibido) y cierta naturalidad propia del cine de Maurice Pialat y Jacques Doillon. Sin embargo, ahí está siempre la “marca Donzelli”, ese nuevo mirar que explorar otros lugares, no vistos por los demás. Ella se vale de distintos recursos: las secuencias en “estatua”, los ralentís y la foto fija, para encontrar su propio método de desbordar la pasión fuera del cuadro.


Los amantes, en el film, son un mito, una leyenda, una inspiración. La película se arma como un gran recuento que hace un grupo de pequeñas niñas de la mano de su profesora. De ahí que la narración sea, literalmente, narrada. Sin embargo, y esta es una característica esencial del film que enriquece su discurso, el tiempo parece importar muy poco. Vamos siempre entre extrañas temporalidades, el guiño constante a que estamos ante algo que no tuvo (ni tendrá alguna vez) tiempo concreto no cesa.




Primera imagen: un helicóptero. Luego, castillos; luego, ropa que se asocia a una temporalidad lejana; después, esa misma ropa, pero ahora mezclada con algo parecido a lo que se puede encontrar en cualquier tienda hoy y, para finalizar, micrófonos en una corte que dictamina quemar a los acusados como su sentencia.
El amor no tiene tiempo, eso parece ser lo obvio que hay detrás de ese armazón estético. No obstante, creo que sería más sabio enlazarlo con aquello que dice el tío cura:  “en diez, cien, mil años, el incesto seguirá siendo considerado un crimen”.


La película es la radiografía de un escape, uno sin solución. La condena es inminente, los mismos personajes lo intuyen. La vida, sin embargo, les da momentos para la efervescencia de su amor. Entre el pantano de la prohibición, la suma de desgracias y las horribles (e impuestas) obligaciones, la misma pasión y el deseo que los motiva parece formar una isla donde los hermanos Ravalet pueden descansar y, así sea por contados segundos, experimentar la felicidad y tranquilidad al mismo tiempo.




Válido es entonces preguntarse por su corta (o muy escondida) difusión, por el rechazo, al parecer homogeneizado, de ciertos lugares (¿los más relevantes?) de la crítica mundial. La respuesta podría encontrarse en el mismo film: un verdadero amor parece expulsar de “culpas” al incesto. Eso parece no digerir tan fácil.
Así como Marguerite lucha contra todos, esta película parece también hacerlo. Cuando pareciera que nadie quiere interesarse por cuestionar asuntos morales difusos, aparece esta película como un baldado de agua fría para levantar velos y, con riesgo, retratar la convicción puesta a prueba. La película y los amantes, son, juntos, una lucha de valientes.

Donzelli expone, con la misma belleza, el desgaste del amor y la sublimación de ese temido e incomprendido sentimiento. En sus imágenes se siente la pasión que desborda la pantalla. El cariño profundo por unos personajes malditos, incomprendidos por el mundo, pero, en secreto, admirados por todos, no desfallece.