Saber Cine

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sábado, 18 de marzo de 2017

Lo que deja el FICCI 57.


Habiendo ya reposado el juicio y mirando el festival desde una distancia que nos permita concentrarnos en el rigor, la novedad y la autenticidad de las propuestas cinematográficas a las que asistimos por seis intensos días de carreras entre película y película, escribo este pequeño balance tratando de buscar una cierta luz de aquello que nos dejó este año nuestro adorado Festival Internacional de cine de Cartagena de Indias (FICCI).




El Festival llegó con una competencia oficial que parecía poner en la superficie (pero sin nunca gritarlo o si quiera afirmarlo) cierta fragilidad que caracteriza a la especie humana, poniendo a reconsideración todas las estructuras en las que se ha cimentado. Sin olvidar nunca la importancia de mirar al pasado: la retrospectiva a Éric Rohmer y a el sincero y contundente Eduardo Countinho conformaron el cuadro de la vista atrás, para decirnos, sin gritar, que las emociones y las tensiones del mundo parecen ser las mismas siempre.


Se podría suponer que las películas seleccionadas estaban dispuestas a hablar entre ellas y con sus espectadores para ampliar la ruta en los caminos de la fe (El cristo ciego, Mimosas), en la importancia, en el detalle o en la necesidad de la representación del otro (Arábia, Los decentes, Viejo calavera, Señorita María). Sin embargo, parece ser que el Festival, como conjunto, se estaba preguntando por los lugares de la forma cinematográfica: si hay una suerte de nuevo espacio para proponer una distinta o incipiente forma de cine, o si hay que evaluar la forma “clásica”, o cómo abrir las brechas entre ambas. Siendo así, el Festival propuso una programación caleidoscópica que subrayó el encuentro de las tensiones entre narración y forma. Sea como sea, lo que se sintió fue un despliegue de interesantes nuevas apropiaciones de una forma cinematográfica que no deja de proponer juegos con sus espectadores y que, especialmente, no reconoce barreras, barreras entre los géneros, entre la ficción y el documental, entre lo argumental y lo sensorial.


Que la ópera prima de Kiro Russo, Viejo Calavera, se haya alzado con el premio mayor enaltece lo que decimos: esta película boliviana se adentra a las minas de Huanuni para proponer un hipnótico cuadro de una comunidad que poco ve el sol y estructurada de una manera tan precisa que la llegada de un extraño amenaza con su orden. Por momentos, la película tiene estas secuencias “musicales” que recuerdan las sinfonías de ciudad y aquí, con el sonido de las máquinas, Russo parece hablar de un tema cumbre también del festival: la relación del hombre con su trabajo y la naturaleza. Los primeros 15 minutos del film son majestuosos, una invitación a un mundo que se nos presenta como turbio, pero lleno de un imperante rigor necesario para su funcionamiento. Una inolvidable película que parece hablarnos a través de los ecos de las voces perdidas de sus personajes, nos pone frente al luto, la incomprensión, la desesperanza, la periferia y el cariño puro.

Viejo Calavera, de Kiro Russo.


Hay también una línea interesante, ahora muy pronunciada en el cine latinoamericano, que invita a feroces y compasivas miradas a la adolescencia, donde la desesperanza, la imposibilidad de la integración y la pregunta de la identidad siempre están flotando.


X Quinientos, la segunda película del colombiano Juan Andrés Arango, sigue las peripecias de tres jóvenes en distintas partes del globo tratando de encontrar un lugar donde encajar, preguntándose dónde estará su lugar en el mundo.  La cámara de la película se mueve entre un caos compuesto por paisajes urbanos o familiares (o, más preciso, entre la falta de ellos). Esa cámara deambula sofocando a sus personajes, probablemente como lo hace también el lugar en donde están. Sin embargo, esa cámara también funciona como pista, avisando que aquella respuesta que los protagonistas (un adolescente mexicano, un colombiano expulsado de los Estados Unidos y una joven filipina recién llegada a Canadá) buscan desesperadamente nunca llegará. La identidad siempre será un mar de aguas turbias, llenas de peligro para quien decida navegar en ellas. La película podría venderse como un acercamiento nuevo a la experiencia urbana, pero en el fondo sabemos que no es así, el sabor que nos dejan las imágenes de Arango parece que ya lo hemos tenido en la boca. En la juventud que desvela la película parece que la lucha es un estado continúo, imposible de evadir; la salida al abismo ni se divisa, ni es concreta.

X500, de Juan Andrés Arango.



En El auge humano (ópera prima de Eduardo Williams), en cambio, vemos un retrato de una juventud perdida o atrofiada. Una generación a la que, parece,  se le ha cortado el deseo de la lucha: los personajes (y su sugestiva cámara) parecen deambular sin rumbo fijo, están poseídos por el tedio y las salidas al aburrimiento son mínimas: continuas caminatas sin destino, reuniones con amigos, encuentros para ganar un poco de plata desnudándose frente a la pantalla del computador, disfrutar de los lagos que ofrece la naturaleza, pasar tiempo en el celular.


La película, sin nunca esclarecer o poner en primer plano afirmaciones contundentes, propone una especie de viaje interconectado (especial atención a las maravillosas secuencias donde, en un par de minutos, nos trasladamos de un territorio a otro) donde vemos los posibles rasgos, acciones, palabras y comportamientos que nos unen en un mundo que, en la lente de Williams, está en medio del apocalipsis (que a veces también se pone en escena: los terribles vientos, las calles inundadas, las bolsas que caen de arriba sin aparente razón).  La puesta en escena de Williams remite a una búsqueda de una visión lo más global posible (que subraya poniendo sus historias en tres diferentes partes del mundo que, a primera vista, podrían no tener nada en común) sobre el estado de las cosas.  

El auge del humano, de Eduardo Williams.

Adiós Entusiasmo, ópera prima de Vladimir Durán, colombiano residente en Buenos Aires, llega proponiendo una mirada casi que inesperada en el cine colombiano. Filmada completamente en Buenos Aires, el film sucede, en su mayoría, en un apartamento y unos contados exteriores. Durán se propone explorar, desde el lugar de lo travieso y lo místico, los lazos familiares. Desde la mirada del más pequeño se construye un laberinto de relaciones que dibujan un cierto escenario que replantea la funcionalidad del núcleo familiar.


Los Decentes, de Lukas Valenta, abre la puerta a los sentidos del placer. Desde el lugar de los privilegiados de Argentina, la película construye dos mundos que, aunque continuos, no comparten nada. La protagonista es una mujer que ha sido contratada para limpiar la casa de una muy disfuncional familia (una mamá y su hijo) que descubre en la frontera de donde ahora está viendo un lugar que le permite encontrarse con la aventura y los deseos que, presumimos, había olvidado. Una aldea de nudistas la acoge para permitirle conectarse con su yo otra vez. El director logra que los dos mundos sean igualmente interesantes. Sin embargo, su estrepitoso final deja perder todo lo interesante que había construído. El afán parece tomarse la película. Más liberador hubiera sido encontrar la lucha en otra parte o en otra(s) forma(s).


Arábia, de Affonso Uchôa y Joao Dumas, es una película que puede leerse como una nueva revisión (más certera y sin tanta luz esperanzadora) a Tiempos Modernos (Modern Times, Charlie Chaplin, 1936). La constante y siempre caótica relación del hombre con el trabajo es puesta aquí con una distancia perfecta que se desarrolla a partir de una carta encontrada. Un arrollador final que funciona como un canto de victoria.  El cristo ciego, de Christopher Murray, venía de hacer parte de la competencia oficial en Venecia y, con un decidido comienzo (pero un nublado final) nos comparte una fábula que parece llegar recordando la contundente importancia de la espiritualidad en un mundo que ha decidido erradicarla. Murray arma su retrato con una cámara que destila sensibilidad y que aprovecha todo de su protagonista. En esta película poco importan las dudas, se trata de un acto de fe.   


Adiós Entusiasmo, de Vladimir Durán.

Y, más allá de todo lugar seguro, el FICCI también, casi que de manera subterránea, se preguntaba por el lugar de lo queer. Películas como El ornitólogo, La región salvaje, Rester vertical y La noche, que intuyen una cierta difuminación en las líneas que definen lo que es un hombre o una mujer se encargaron de “ponerle picante” a una edición que tuvo de todo menos miedo. El Ornitólogo parece llegar como un nuevo credo. La historia de un ornitólogo perdido en el bosque se sublima con las referencias “sagradas” que hacen un gran juego entre el descubrimiento, el encuentro y la exploración del sentir de los cuerpos. Rester Vertical, la esperadísima más reciente película de Alain Guiraudie (que nos regaló en 2014 El desconocido del lago -vista también en el FICCI-), es una fusión entre lo risible, lo existencial y lo corrupto de las relaciones amorosas que se nutren en un escenario rural lleno de sueños, fantasías y cuerpos.

El Ornitólogo, de João Pedro Rodrigues.

La sección GEMAS llegó con paso duro, la inclusión de la multi premiada película de Kleber Mendoça Filho, Aquarius, devolvía las esperanzas en la lucha contra el poder corrupto, viciado. Una espectacular Sonia Braga se encargó de enaltecer un relato que se pregunta por las relaciones de nosotros con los lugares, con el pasado. Una maravillosa película (contada en tres partes) que retrata la necesidad de vernos rodeados por nuestras vivencias y que todas las luchas por preservar la memoria de nuestras vidas y de los que queremos, valen la pena.


En la orilla opuesta estaba Elle, la película de Paul Verhoeven que también llegaba llena de premios y elogios, que nos confrontaba con las áreas más oscuras y movedizas de las relaciones humanas para quitarles cualquier velo que quiera ocultarlas. Con un humor furioso y con ánimos de destruir todo lo que toca, Verhoeven hace un cuadro fenomenal de todas las instituciones de la vida humana para dejarlas caer por el precipicio y, por supuesto, nunca agarrarlas. Isabelle Huppert, que sublima el film con una actuación sin tacha, camina por el mundo sin dudas, es una heroína en una lucha continua, difuminando siempre las peligrosas relaciones entre ética y moral.

Elle, de Paul Verhoeven.

El más reciente título galardonado con el León de oro también llegó a las salas de Cartagena, The Woman Who left. Lav Diaz nos regala una epopeya llena de pacientes elucubraciones de venganza (lea la crítica completa acá).

Amazona, de Clare Weiskopf y Nicolas Van Hemelryck, y Señorita María: la falda de la montaña, de Rubén Mendoza, enaltecieron el cine nacional. Estos dos documentales, cada uno desde orillas distintas, proponen una mirada más honesta e íntima sobre las realidades del país y las relaciones con los demás. En Amazona estamos ante la maternidad (por partida doble en el documental) y todos los caminos que esta suscita. Señorita María, la mejor película de Rubén Mendoza hasta la fecha, es un retrato de un personaje que ha vivido en la sombra y relegada a la solitaria esquina de la incomprensión (¿quizás hasta hoy que es honrada con esta película?). Con una corta visita que se nos ofrece a su vida, se nos abren mil puertas que nos permiten encontrar en la historia de Maria Luisa, una campesina que nació en un cuerpo de hombre, un rayo de luz que desde una profunda fe invita a la comprensión y al conocimiento de una fuerza superior que ha permitido en Maria Luisa soportar todos los vientos que le ha soplado la vida.

Y, sin duda alguna, lo mejor del festival estuvo ligado al cuidadoso tributo que se le hizo al inigualable director tailandés, Apichatpong Weerasethakul. Una oportunidad para ponerse al día con sus obras, tan poco vistas y comentadas por estos lados del mundo. Su presencia y todas las palabras que nos regaló fueron la cereza en el postre de este maravilloso festival que logra cada año dar un muy buen panorama del estado del cine y  que concluye afirmando que el cine lejos está de su muerte, lleno de vitalidad, fuerza y fascinación logró conmovernos y confrontarnos durante los seis días de Festival.

lunes, 13 de marzo de 2017

The woman who left, de Lav Diaz.

La más reciente película de Lav Diaz se presentó en el Festival de cine de Venecia y se alzó con el premio mayor: el león de oro. A Colombia, de manera casi milagrosa, llegó a las salas en el marco de la versión 57 del Festival internacional de cine de Cartagena.


Esta película sigue tratando aquello que ha motivado a Diaz a armar su precisa filmografía: parece que presenciamos las historias de atroces crímenes sin enfrentarnos nunca a ellos. Diaz nos lleva con mucha paciencia frente a la continua lucha de los hombres con las instituciones (que bien pueden ser otros hombres) que representan el poder.

Con alrededor de 4 horas de duración, Diaz nos confronta de nuevo a la realidad de su país, que en su lente sigue aún fracturada y llena de abismos entre sus habitantes, donde parece ser que el vínculo fundamental entre ellos es el odio (visible o reprimido). De la mano se nos lleva a la vida de una mujer que fue violentamente parada y atrofiada al ser condenada por un asesinato que nunca cometió. Llegamos casi en el momento donde se le es anunciado a la mujer del título que será liberada después de 30 años de cárcel. Parece que desde ese instante la mujer está fraguando su venganza a quien le arrebató esos 30 años: su exnovio. Es, claro, una vuelta de tuerca al relato de la venganza. Donde nunca los personajes que pueblan el mundo de Diaz son convertidos en deplorables bestias consumidas por unos sentimientos que exterminan.

Se conforma entonces la película como una lucha constante contra quienes tienen poder económico y poder político. Con una dosis de calma, la película se concentra casi que en hacer un retrato de personajes a la deriva, desviados de un sistema, que huyen como pueden de la represión y de aquellas cicatrices que les ha dejado el clima político y de poder.

La película vuelve a mostrar esa entrañable habilidad de su director para mostrar las coyunturas políticas que perforan su país a través de una historia que podría sonar como un truculento drama, que Diaz anula para adentrarse a la germinación del odio y del abismo que se apodera entre las distintas realidades de los filipinos (que hay que leerse, claro, no como un único problema de Filipinas).  

Diaz elimina los movimientos de cámara, suprime los primeros planos (nunca en la película tenemos “permiso” a cierta intimidad de los personajes, todo es examinado desde la distancia que pone en la superficie las preguntas y que, a su vez, deja escapar las emociones), desiste de excesivos recursos y se concentra en todo aquello que rodea a sus personajes.



En la segunda parte de la película, que llega con la inclusión de un nuevo y entrañable personaje, el corazón de la protagonista se pone entre la espada y la pared y la venganza que motiva el relato empieza a disiparse sin perder la metódica planeación de la mujer protagonista, que entiende que un buen cálculo le permitirá tener en cuenta todo aquello que podría salir mal.  El nuevo personaje, Holanda, llega para nutrir de otros matices la película y, entre secuencias musicales, de diálogos profundos y de revelaciones poderosas, encontrar una proximidad a las emociones que más nos unen como humanos.


La película de Diaz está llena de detalles que difícilmente puedan digerirse al mismo tiempo, su decantada construcción arma un poderoso mundo que examina con rigor de cirujano unas tensiones y un cosmos que tienden hacia el vacío y la eliminación del otro.